2. Una teología capaz de formar expertos en humanidad y proximidad. La renovación y el futuro de las vocaciones solo es posible si hay sacerdotes, diáconos, consagrados y laicos bien formados. Cada vocación particular nace, crece y se desarrolla en el corazón de la Iglesia, y los “llamados” no son setas que brotan de repente. Las manos del Señor, que modelan estas “vasijas de barro”, obran a través del cuidado paciente de formadores y acompañantes; a ellos se les encomienda el delicado, experto y competente servicio de cuidar el nacimiento, acompañamiento y discernimiento de las vocaciones, en un proceso que requiere mucha docilidad y confianza…
3. La teología al servicio de la evangelización. Queridos hermanos, en el corazón de nuestro servicio eclesial está la evangelización, que nunca es proselitismo, sino atracción a Cristo, favoreciendo el encuentro con Aquel que te cambia la vida, que te hace feliz y hace de ti, cada día, una nueva criatura y un signo visible de su amor. Todos los hombres y mujeres tienen el derecho a recibir el Evangelio y los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie. Todo el Pueblo de Dios, peregrino y evangelizador, anuncia el Evangelio porque, ante todo, es un pueblo en camino hacia Dios (cfr. Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 14; 111). Y en este camino no puede sustraerse al diálogo con el mundo, con las culturas y las religiones. El diálogo es una forma de acogida y la teología que evangeliza es una teología que se nutre de diálogo y de acogida. El diálogo y la memoria viva del testimonio de amor y paz de Jesucristo son los caminos a seguir para construir juntos un futuro de justicia, de fraternidad, de paz para toda la familia humana.
Recordemos siempre que es el Espíritu Santo quien nos introduce en el Misterio y da impulso a la misión de la Iglesia. Por eso el “hábito” del teólogo es el de un hombre espiritual, humilde de corazón, abierto a las infinitas novedades del Espíritu y cercano a las heridas de la humanidad pobre, descartada y que sufre. Sin humildad el Espíritu se escapa, sin humildad no hay compasión, y una teología sin compasión y sin misericordia se reduce a un estéril discurso sobre Dios, quizá hermoso, pero vacío, sin alma, incapaz de servir su voluntad de encarnarse, de hacerse presente, para hablar al corazón. Porque la plenitud de la verdad —a la que conduce el Espíritu— no es tal si no es encarnada.
… Ni la Iglesia ni el mundo necesitan una teología “de escritorio”, sino una reflexión capaz de acompañar los procesos culturales y sociales, en particular las transiciones difíciles, haciéndose cargo también de los conflictos. Debemos guardamos de una teología que se agota en la disputa académica o que contempla la humanidad desde un castillo de cristal (cfr. Carta al Gran Canciller de la Pontificia Universidad Católica Argentina, 3 de marzo de 2015).
El Evangelio no deja de recordarnos que la sal puede perder su sabor. Y si vivimos más o menos tranquilos en medio del mundo, sin una sana inquietud, esto puede significar que nos hemos entibiado (cfr. H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia : Opera Omnia, vol. 8, Milán 1993, 166). Por eso necesitamos una teología viva, que dé “sabor” a la vez que “saber”, que esté en la base de un diálogo eclesial serio, de un discernimiento sinodal, que se organice y practique en las comunidades locales, para un renacimiento de la fe en las transformaciones culturales de hoy…”
En estas sencillas palabras, Francisco nos regala resumido el proyecto de Iglesia y teología que cree le inspira Dios para estos tiempos. En los distintos discursos y encíclicas el Santo Padre nos ha dibujado un gran sueño y le dio color y realismo a cosas que antes llamábamos utopías, porque la humanidad no alcanza a comprender que Dios esta en todos y en todo, pidiéndonos hacernos cargos de las cruces, yerros y esperanzas de los otros.