Y continúa el libro de la Sabiduría: “Si apenas vislumbramos lo que hay sobre la tierra y con fatiga descubrimos lo que está a nuestro alcance, ¿quién rastreará lo que está en el cielo?, ¿quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto?” (9,16-17). El Beato Esquiú supo vivir desde niño en esta humilde y serena confianza en la ayuda del Espíritu Santo para saber discernir entre lo que edifica al ser humano y aquello que lo esclaviza y destruye.
Pero, volvamos al inicio del evangelio de hoy que comienza con unas palabras enigmáticas, casi escandalosas, que parecen contradecir, no sólo el espíritu del evangelio mismo, centrado todo él en el mandamiento nuevo del amor, sino, incluso, los mandamientos de la ley de Dios, que, en el cuarto de ellos, nos mandan honrar padre y madre. Estos versículos 26 y 27 de Lucas cap. 14, han marcado la vida de fray Mamerto. Al exponer las condiciones para ser discípulos suyos, Jesús dice que para ello es preciso amarlo a Él más que al padre, a la madre, a la mujer (marido), a los hijos, hermanos y hermanas, incluso a sí mismo. Ahora bien, ¿Es que la fe y el amor a Jesús y a Dios conllevan un conflicto con las relaciones humanas, precisamente, las más inmediatas, de modo que elegir la fe y el amor a Dios implica renunciar o, al menos, dejar en segundo plano aquellas?
Efectivamente, Jesús nos llama a una elección radical y sin componendas, que significa ponerlo a él absolutamente en el primer lugar, en la cumbre de los afectos y de las preferencias. Sólo de esta forma radical y sin medias tintas es posible seguirle de verdad, ser realmente discípulo suyo. Pero esta preferencia radical y exclusiva, que conlleva “posponer” hasta los lazos afectivos más inmediatos, no significa una disminución o debilitación del amor que debemos a los nuestros, a nuestros padres, hermanos, mujeres o maridos, hijos, etc. Al contrario, la elección absoluta a favor de Jesús como nuestro único Señor y Maestro sana, purifica y fortalece nuestra capacidad de amar a todos, y también a los más cercanos, porque le da una medida nueva. Esa medida es, precisamente, el mismo Cristo y el amor con que nos ha amado: en él la medida del amor es el amor sin medida. Él ha despreciado su propia vida, al entregarla en la Cruz por nosotros. Para caminar con Jesús y ser discípulo suyo es preciso aceptar y tomar la cruz. Lo cual conlleva la disposición a amar hasta la entrega total de la propia vida. Amar dando la vida, despreciando la propia vida, significa tomar la decisión de amar sin condiciones, de poner el amor por encima de cualquier interés, afecto o valor.
Preferir a Jesús de manera exclusiva y sin componendas es conectarse a la fuente del amor verdadero, el mismo Dios. Es cierto que todo amor humano viene de Dios. Pero todos sabemos hasta qué punto el amor humano está herido, enfermo, debilitado y condicionado por el egoísmo, y, por tanto, dificultado por múltiples intereses, aficiones y valores que rivalizan continuamente en nosotros por ese “primer puesto” que Jesús reclama para sí. Y esta anemia de nuestros amores se manifiesta también en las relaciones más cercanas e inmediatas. ¡Cuántas veces los propios padres se quitan de encima a sus hijos pequeños, que les reclaman atención y amor, poniéndoles una película de dibujos en la tablet para que no les molesten mientras, por ejemplo, ven un partido de fútbol, una novela o se dedican a leer el periódico! Muchos matrimonios acaban mal por la incapacidad de tomar sobre sí la cruz de las inevitables limitaciones y defectos del otro. Muchos vínculos familiares se rompen por disputas ideológicas o económicas, a veces por grandes herencias y otras por miserables parcelas.
Poner a Jesús en el primer lugar y preferirle por encima de todo significa valorar más el tesoro de la relación, de los vínculos familiares, de la amistad, etc., que nuestras aficiones o ideas particulares, la razón que creemos tener, o la fortuna grande o pequeña que tanto nos tienta, pero que no nos podremos llevar a la tumba. Ahora podemos entender también, por qué Jesús, al final de su llamada a una elección radical para ser sus discípulos, incluye además la renuncia a todos los bienes. No significa esto que todos, ni siquiera la mayoría, hayan de despojarse de todo lo que tienen para poder ser cristianos, sino que también debemos anteponer nuestra fe en Jesús a todo interés material, a todo egoísmo que grava e impide nuestra capacidad de amar.
El seguimiento de Cristo es una empresa que merece ser ponderada con cuidado. Emprenderla sin la disposición necesaria, pretendiendo compaginar la fe con actitudes y formas de relación incompatibles con ella, es iniciar un camino a ninguna parte, afrontar una batalla perdida de antemano. Si para construir torres y ganar batallas hay que contar con los medios adecuados, también para poder llegar a ser verdaderos discípulos de Jesús tenemos que estar dispuestos a hacer acopio de los medios necesarios, cultivando en nuestra vida las actitudes acordes con la fe que profesamos. En realidad, la adquisición de estos medios puede hacerse sólo en contacto vivo con el Maestro, que nos los enseña, y con su gracia y nuestra cooperación los va haciendo crecer en nosotros. No se puede aprender a tomar la propia cruz más que en la escuela de Aquél que entregó su vida en la Cruz; no es posible preferir a Cristo antes que la propia vida más que si estamos vitalmente vinculados por la fe, la oración y los sacramentos con el que despreció su propia vida por amor nuestro.
Algo de esto nos enseña el autor del libro de la Sabiduría, quien reconoce que todos los conocimientos humanos, filosóficos o científicos, que con gran esfuerzo y no pocos errores vamos acumulando, no se pueden comparar con la sabiduría que Dios otorga a los que están abiertos a su enseñanza, y que sólo de Él es posible recibir, la sabiduría que salva, la sabiduría del amor. Jesús es el Maestro de esta sabiduría. ¡Cuántos cristianos, sin mucha instrucción, poseen una sabiduría vital, fruto de una fe sinceramente vivida, representados por el salmista que pide a Dios: “enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89,12), que grandes especialistas, con muchos títulos académicos, son incapaces de alcanzar! La sabiduría verdadera no está en los libros escritos o leídos, sino más bien en el humilde reconocimiento de las limitaciones de la razón y sus conocimientos.
En la carta de Pablo a Filemón, constatamos que gracias a esa preferencia por Cristo nuestra capacidad de amar se amplía infinitamente, supera toda barrera y alcanza a todos. En Cristo, el Hijo de Dios, comprendemos que todos los hombres, sin excepción, son de verdad, sin eufemismos, hermanos nuestros. Sin grandes proclamas ni solemnes alardes ideológicos, Pablo se limita a descubrirle a su amigo y discípulo Filemón que Onésimo, su esclavo, su propiedad, es, en realidad, hermano suyo en Cristo, incoando así, el proceso que habría de terminar con esa institución odiosa y contraria al plan de Dios. Y ahí vemos con toda claridad, con toda su fuerza, hasta qué punto preferir a Cristo por encima de todo es el mejor modo de amar a todos con un amor puro y un corazón indiviso, de superar barreras y conflictos, y de poner las bases para un mundo nuevo y fraterno.
Por tanto, hermanos, no dejemos de ver en el Beato Mamerto Esquiú a un verdadero y apasionado intérprete de las enseñanzas y ejemplos de Jesús, el Maestro y Salvador del Mundo. Invoquémoslo para que nos ayude a amar y servir a los hermanos más necesitados como él se empeñó en hacerlo en toda ocasión.
¡Nuestra Madre del Valle, ruega por nosotros!
¡Beato Mamerto Esquiú, ruega por nosotros!