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Diocesanas: Homilía de Mons. Luis Urbanc en la Misa Crismal
28/03/2024 | 69 visitas
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Queridos hermanos: La Misa Crismal, que hoy presido acompañado por el presbiterio, tiene un doble propósito: *consagrar el Santo Crisma y bendecir los Óleos para los Enfermos y Catecúmenos y *solicitar a los presbíteros la Renovación de sus Promesas Sacerdotales, como una manifestación pública de comunión entre ellos y con el propio obispo. (Fuente: Prensa Obispado Catamarca)
Con el Santo Crisma serán ungidos los recién bautizados; los confirmados recibirán la fuerza del Espíritu Santo; se ungirán las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos; y, los templos dedicados y los altares consagrados. Con el Óleo de los Catecúmenos, éstos se preparan y disponen al Bautismo. Con el Óleo de los Enfermos, éstos reciben el alivio en su debilidad y enfermedad. Por tanto, hoy, manifestamos nuestra fiel disposición para que la fuerza de la Gracia de Dios llegue a todo su Pueblo como un manantial de gracias divinas.
Otro elemento importante de esta celebración está relacionado con la Oración. Recordemos que el Papa nos propuso todo este año profundizar en ella, no tanto en lo teórico, sino en lo práctico, pues a rezar se aprende rezando. Dios Padre que nos dio la vida, nos enseñó a relacionarnos con Él por medio de la Oración y nos dejó maestros de oración que somos los sacerdotes; sin embargo, puede que debamos hacer un mea culpa delante de todos los que nos han sido confiados para introducirlos en el bello mundo de la Oración. Quizás debamos aplicarnos el ¡‘médico cúrate a ti mismo’! Les recuerdo que escribí una carta pastoral sobre la oración.
Para nosotros los sacerdotes es el oxígeno de nuestro ser y quehacer diario, no una mera práctica para ‘cuando tengo tiempo o ganas’, pues fuimos llamados para ser la presencia de Jesucristo en medio de la comunidad. En esa intimidad con el Señor, se fortalece el deseo de seguirlo y se renueva el compromiso con la misión recibida.
Obispos, Sacerdotes, Diáconos, Consagrados y fieles laicos formamos el único Pueblo de Dios y estamos llamados a vivir procesos de conversión y transformación personal y comunitaria. Por eso, necesitamos permitir que el Espíritu Santo obre libremente en nuestras vidas, guiándonos para una entrega fiel y generosa, sobre todo, con aquéllos que más necesitan de acompañamiento y apoyo.
Sí, hermanos sacerdotes, renovemos y fortalezcamos nuestros corazones con la oración diaria y fervorosa para que cada bautizado pueda llegar a ser santo como más necesitados y marginados.
En la primera lectura de Isaías (61,1-3) y en el Evangelio de Lucas (4,16-21) hemos escuchado: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido y me ha enviado a dar la buena noticia a los pobres, para curar los corazones desgarrados, proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar un año de gracia del Señor...; Ustedes se llamarán Sacerdotes del Señor; y dirán que son Ministros de Dios”. Estas palabras del profeta Isaías se refieren, ante todo, a Jesucristo y, desde Él a nosotros sus sacerdotes, que las ilumina a perpetuidad, proclamando: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc 4,21).
Recordemos las palabras de Jesús a sus apóstoles: “No son ustedes quienes me han elegido, soy Yo quien los ha elegido y los ha destinado para que vayan y den fruto, y su fruto permanezca” (Jn 15,16). Toda vocación sacerdotal es una gracia, un don que se nos regala sin derecho alguno de nuestra parte, sin mérito propio que lo motive y, menos aún, que lo justifique.
Es Jesús mismo quien afirma que Él es el Ungido del Señor, a quien el Padre envió para anunciar la Buena Nueva a los pobres y a los afligidos, para traer a los hombres la liberación de sus pecados. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia de Dios. Él es el Heraldo de la Buena Nueva que ha sido ungido por Dios y ha sido enviado para anunciarla a todos y especialmente, a los más sencillos y necesitados.
Como elegidos y ungidos por el Señor, hoy, se nos pide también a nosotros ser portadores de este mensaje de salvación que muchos intentan sofocar. No es fácil ser mensajeros de la Verdad, pero las personas a quienes hemos sido enviados, quieren ver nuestro testimonio de vida sacerdotal y oír de nuestros labios las enseñanzas que vienen directamente de Jesucristo, a través de su Iglesia, quién entregó su vida en la cruz por nosotros para hacernos libres y dichosos.
Qué grande para nosotros poder ser instrumentos útiles en las manos de Dios. Qué grande e inmerecido es el don que hemos recibido: ser sacerdotes de Jesucristo. Hemos de sentirnos alegres y esperanzados, pues todo lo podemos en Aquél que nos conforta y nos ha elegido y llamado (cf. Filp 4,13) Por ello, conscientes del don recibido y de la misión encomendada, hemos cantado: “Cantaré eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88). Como sacerdotes no somos “dueños” de los fieles, sino servidores, para que cada uno de ellos, en comunión con la Iglesia, gocen del hecho de ser testigos de Jesucristo, el Testigo Fiel, como lo es Él del Padre (cf. Ap 1,4b-8).
Estoy más que convencido, por propia experiencia, no por teoría, que, si perdemos entusiasmo, caemos en la rutina de hacer lo sagrado, de estar descontentos, de volvernos susceptibles, de querernos justificar siempre, de no estar disponibles, de caer en la doble vida, de buscar seguridades y compensaciones, de no ser transparentes, de desconfiar, de mentir, de ser mal hablados, groseros, etc., es porque empezamos a rezar sin ganas o mecánicamente, a dedicarle poco tiempo a estar con el Señor, a profesionalizar nuestro ministerio, a soslayar la Palabra de Dios, a mirar más a la tierra que al cielo, donde Cristo ya nos tiene junto al Padre (Col 3,2-3).
O, si no, ¿qué significa el “no conozco a ese hombre… no sé de qué hablas” (cf. Mt 26,72) que Pedro pronunció en el patio del sumo sacerdote después de la Última Cena? No es sólo ‘una defensa instintiva’, sino una confesión de ignorancia espiritual: Tanto Pedro como los otros quizá se esperaban una vida de éxito detrás de un Mesías que atraía multitudes y hacía prodigios, pues aún no percibían el escándalo de la cruz, que echó por tierra sus certezas. Jesús sabía que no lograrían nada solos, y por eso les prometió el Espíritu Santo. Y fue, precisamente, esa “segunda unción”, en Pentecostés, la que transformó a los discípulos, llevándolos a pastorear el rebaño de Dios y ya no a sí mismos. Fue esa unción fervorosa la que extinguió su religiosidad centrada en sí mismos y en sus propias capacidades. Al recibir el Espíritu, los miedos y vacilaciones de Pedro se evaporan; Santiago y Juan, consumidos por el deseo de dar la vida, dejan de buscar puestos de honor; los demás ya no permanecen encerrados y temerosos en el cenáculo, sino que salen y se convierten en misioneros.
También, hoy, los sacerdotes tenemos una “primera unción” que es la llamada de amor por la que pedimos ser consagrados. Pero, también hoy, llega para cada uno “la etapa pascual”, un momento de crisis que reviste diversas formas: A todos, antes o después, nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras se impone una cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. Se trata de una etapa de tentación, "de prueba" que todos hemos tenido, tenemos o tendremos, y que representa un momento crucial para quienes hemos sido ungidos, y del que se puede “salir mal parado”. Un momento en el que se insinúan “tres tentaciones peligrosas”: la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que uno intenta “llenarse” con algo distinto respecto a nuestra unción; la del desánimo, por la que, insatisfecho, uno sigue adelante por pura inercia.
Y aquí está el peligro: mientras las apariencias permanecen intactas, nos replegamos sobre nosotros mismos y seguimos adelante desmotivados; la fragancia de la unción ya no perfuma la vida y el corazón ya no se ensancha, sino que se encoge, envuelto en el desencanto. El sacerdocio se desliza lentamente hacia el clericalismo, y el sacerdote se olvida de ser pastor del pueblo, para convertirse en un funcionario.
No obstante, esta crisis puede convertirse también en el punto de inflexión del sacerdocio, en la «etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección definitiva entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso. Es el momento “de una segunda unción”, de acoger al Espíritu Santo “en la fragilidad" de la propia realidad. Es el kairós en el que descubrir que las cosas no se reducen a abandonar la barca y las redes para seguir a Jesús durante un tiempo determinado, sino que exige ir hasta el Calvario, acoger la lección y el fruto, e ir, con la ayuda del Espíritu Santo, hasta el final de una vida que debe terminar en la perfección de la divina Caridad.
Por tanto, si alguno de los aquí presentes, sea sacerdote o fiel laico, que reconoce que está en crisis, que no sabe qué hacer o como retomar el camino de la segunda unción del Espíritu Santo, sencillamente te digo: ánimo, el Señor es más grande que tus debilidades, que tus pecados. Permite al Señor que te llame por segunda vez, esta vez con la unción del Espíritu Santo. La doble vida no te ayudará; tirarlo todo por la ventana, tampoco. Mira hacia delante, déjate acariciar por la unción del Espíritu.
Hermanos, Hermanas, tengan por bien sabido que, para madurar en serio y superar las crisis, debemos “admitir la verdad de la propia debilidad”, necesitamos mirar hasta el fondo de cada uno de nosotros y preguntarnos con la mano en el corazón: ¿Mi realización depende de lo bueno que soy, del cargo que tengo, de las loas que recibo, de la carrera que hago, de los superiores o colaboradores que tengo, de las comodidades que puedo garantizarme, o de la unción que perfuma mi vida?
No les quepa la menor duda que si somos dóciles al Espíritu Santo, todo cambia de perspectiva, incluso las decepciones y las amarguras, también los pecados, porque ya no se trata de mejorar componiendo algo, sino de entregarnos, sin reservas, a Aquél que nos impregnó de su unción y quiere llegar hasta lo más profundo de nosotros.
Hermanos, Hermanas redescubramos entonces que la vida espiritual se vuelve libre y gozosa no cuando se guardan las formas haciendo remiendos, sino cuando se deja la iniciativa al Espíritu Santo y, abandonados a sus designios, nos disponemos a servir donde y como se nos pida. ¡Nuestro sacerdocio común o ministerial no crece remendándolo, sino desbordándose, recreándose al crisol de la oración y la caridad!
Qué bueno recordar lo que enseñaba san Gregorio Magno: “Quien predica la palabra de Dios considere primero cómo debe vivir, para que luego, de su vida, deduzca qué y cómo debe predicar…; que no se atreva a decir exteriormente lo que no hubiera oído primero en el interior”. El maestro interior al que hay que escuchar es el Espíritu Santo, sabiendo que no hay nada en nosotros que Él no quiera ungir… Dejémonos impulsar por Él para combatir las falsedades que se agitan en nuestro interior; y dejémonos regenerar por Él en la adoración, porque cuando lo adoramos, Él derrama su Espíritu en nuestros corazones”.
Al renovar nuestras promesas sacerdotales, recemos los unos por los otros para que no sean nuestros intereses particulares los que nos muevan, sino que sean los deseos queridos por Dios y, aun cuando debamos entregar lo mejor de nosotros, estemos seguros de que Dios nos premiará y será simiente de nuevos testigos del evangelio, de nuevos seminaristas y nuevas familias cristianas, de nuevos misioneros, consagrados y consagradas y de nuevos laicos comprometidos.
Permítanme que les haga tomar conciencia que es urgente para nuestra Diócesis de Catamarca rezar y hacer rezar, promover y sostener la promoción de las vocaciones a la vida sacerdotal. Es preciso suscitar, llamar y acompañar a niños y jóvenes de nuestras parroquias, de familias cristianas, de grupos parroquiales juveniles, de colegios, institutos, universidad, para que sean seminaristas y, un día, bien formados, puedan incorporarse a nuestra diócesis como sacerdotes.
No hay Palabra de Dios si no hay un apóstol, un misionero, un sacerdote, un cristiano que la proclame y transmita. No hay Bautismo ordinario si no hay un sacerdote que bautice y haga cristianos, miembros de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios. No hay Eucaristía, ni sacramento de la Reconciliación sin un sacerdote que los celebre. No hay, por decirlo de alguna manera, rebaño del Señor, Iglesia, si no hay un pastor al frente de ella. En todo esto son muy importantes nuestras personas. Los niños y jóvenes necesitan ver en nosotros un modelo a imitar, personas enamoradas de Jesucristo, rebosantes de gracias divinas y agradecidas al don que Cristo nos ha regalado gratuitamente: el sacerdocio.
Con esta reflexión no los hice de menos a ustedes, queridos laicos, pues también ustedes participan por su bautismo del sacerdocio de Jesucristo y de la tarea evangelizadora. Cada uno en la Iglesia y en el mundo tiene su vocación y su misión. Por eso, tenemos que pedir al Señor que existan también matrimonios cristianos, bautizados comprometidos en su Iglesia, laicos que se santifican y crecen espiritualmente en la vida ordinaria, como fermento en la masa, misioneros y apóstoles de Cristo en el mundo.
Para concluir, quiero hacer pública mi gratitud a cada uno de los sacerdotes de esta Iglesia Particular de Catamarca, incardinados o no, por su buena disposición a trabajar juntos y en comunión con el obispo. Dejemos que sea Cristo quién camine a nuestro lado y delante de nosotros. Sigámoslo e imitémoslo. Que su Espíritu infunda vida en las nuestras y en las actividades pastorales. Que la caridad sea nuestra señal y guía. Roguemos por nuestros hermanos sacerdotes fallecidos, por los que sufren la enfermedad o la ancianidad, por los tres seminaristas que se están formando en Tucumán y por los jóvenes que el Señor sigue llamando para que sean generosos en la respuesta y se incorporen con nosotros en la misión evangelizadora de la Iglesia.
De verdad les agradezco por el testimonio y el servicio escondido que hacen, por el perdón y el consuelo que dan en nombre de Dios; por su ministerio, que a menudo se realiza en medio de mucho esfuerzo y poco reconocimiento.
Que el Espíritu de Dios, que no defrauda a los que confían en Él, los llene de paz y lleve a término lo que ha comenzado en ustedes, para que sean profetas de su unción y apóstoles de la escucha, el diálogo y el servicio, forjando una Iglesia Sinodal.
Que María Inmaculada, Nuestra Madre del Valle, siga sosteniendo nuestras vidas sacerdotales, nos ayude siempre a ver a su Hijo Jesucristo y a sentir como dirigida a nosotros la petición que les hizo a los servidores de las bodas de Caná: “Hagan lo que Él les diga” (Jn 2,5) y que como Ella siempre estemos al pie de la Cruz (Jn 19,26-27).
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