Los
hechos violentos que hemos presenciado en las últimas semanas, desde agresiones
físicas y verbales, protagonizadas por quienes representan a los argentinos en
el Congreso; hasta actos de vandalismo y destrucción, son solo la punta del
iceberg de un problema mucho más profundo. No es solo un acto aislado, sino que
es el resultado de una serie de factores que se han ido acumulando a lo largo
del tiempo.
La
falta de oportunidades, la desigualdad, la pobreza y la exclusión son solo
algunos de los factores que contribuyen a crear un entorno en el que la
violencia puede prosperar. Sin embargo, también es importante reconocer que la
violencia es un problema que nos afecta a todos, independientemente de nuestra
condición social o económica.
Mientras
tanto, hay pueblos sumergidos en la desgracia como Bahía Blanca, que necesitan
de parte de la política una respuesta concreta y rápida. Pero sin embargo la
solidaridad, valor invaluable del argentino, se hizo presente para socorrer a
miles de familias. Como contra cara, el poder represor del Estado, la falsa
solidaridad de “barras bravas” e infiltrados que usaron a los jubilados como
pretexto para poder encender toda su violencia.
En
este sentido, la declaración de los Obispos argentinos en la última reunión de
la Conferencia Episcopal debe llamarnos a la reflexión y cordura: “Qué bueno
sería que esta actitud de cuidar la dignidad de la persona humana, sobre todo
cuando se muestra más vulnerable, ayude a dar respuesta a la otra realidad que
se advierte tristemente en nuestra sociedad y en la dirigencia. Nos referimos a
las actitudes y expresiones que lastiman, a esos lenguajes despreciativos, por
momentos no exentos de crueldad, que atentan seriamente contra aquella unidad
que tanto necesitamos como pueblo, para ponernos la patria al hombro, para
salir adelante”.
Podemos
comenzar a cambiar nuestra forma de pensar y de actuar; a construir un futuro
más pacífico y más justo para todos. Podemos hacer la diferencia.