Entre ustedes hay personas creyentes, que se toman en serio la vida cristiana incoada el día del bautismo. Hay otros que son simples practicantes, es decir, realizan acciones de la piedad popular, pero que no les toca el corazón, sólo sentimientos pasajeros. Hay otros que se declaran indiferentes, sólo hacen su trabajo para vivir. Hay otros que son reticentes a la fe, agnósticos, pseudo ateos, sencillamente críticos desde el exterior, sin conocer, ni interesarse por auscultar el fondo de la cuestión religiosa, común a todo ser humano.
¿Qué les quiero pedir en nombre de María del Valle? Simplemente que indaguen sobre la Verdad con Caridad, sabiendo que las cosas del interior del ser humano no son medibles cuantitativamente, sino que exceden la mera apariencia. Que, aunque no sean creyentes, trasmitan el mensaje de Jesucristo por honestidad profesional, porque la religión cristiana marca los tiempos del mundo desde el nacimiento de Jesús, misterio que estamos celebrando en este Año Jubilar 2025. Jesús es el Príncipe de la Paz, por esto bregó el Papa Francisco. En el Evangelio que escuchamos, Jesús inaugura el saludo “La paz esté con ustedes” y es el que se utiliza en la Liturgia. Sólo asumiendo los valores enseñados y vividos por Jesucristo, como la fraternidad, la amistad social, el respeto por la dignidad del otro, el servicio, el amor verdadero por el más necesitado, el perdón ofrecido sin vueltas y el diálogo respetuoso, será posible un mundo inclusivo, próspero y en paz.
Pónganse a pensar delante de Jesús la gran misión que tienen. De los textos bíblicos proclamados destaco hechos, los que no se pueden discutir, sino sólo aceptar e interpretar para que interpelen al ser humano de todos los tiempos: “Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo. Los fieles se reunían de común acuerdo; los demás no se atrevían a juntárseles, aunque la gente se hacía lenguas de ellos; más aún, crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor. La gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban” (Hch 5,12-16).
“Yo, Juan, su hermano y compañero en la tribulación, en el reino y en la constancia en Jesús, estaba desterrado en la isla de Patmos, por haber predicado la palabra, Dios, y haber dado testimonio de Jesús. Y Él me dijo: no temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo” (Ap. 1,9-11.17-19)
“Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos.
Y en eso entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a ustedes.»
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío Yo». Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Reciban el Espíritu Santo; a quienes les perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos». Tomás no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor» Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los 8 días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a ustedes». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Dijo Tomás: «¡Señor Mío y Dios Mío!» Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Estos hechos han sido escritos para que crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo tengan vida en su nombre” (Jn 20,19-31).
Durante toda esta Octava de Pascua hemos meditado sobre las apariciones del Señor a distintas personas. Son experiencias de vida, de alegría, de reencuentro con Aquél que nos amó hasta el final.
Las lecturas de hoy nos van presentando el panorama de la comunidad cristiana, cuando comenzaba su desarrollo. Es importante para nosotros, tenemos que prestar atención a los detalles, porque deberíamos ser como ellos.
Para empezar, estaban todos unidos. Era necesario, porque se enfrentaban a mucha oposición. Estaban unidos, y se reunían para orar. En eso sí nos parecemos, porque también nosotros oramos juntos. En estos días, después de la muerte del Papa Francisco, y a la espera del cónclave para elegir al nuevo Papa, todos los católicos estamos también unidos en la oración, por su eterno descanso y por el futuro de la Iglesia. Es algo que se siente a lo largo y ancho del mundo.
Parece que a los no creyentes los cristianos les caían bien, eran simpáticos, porque intentaban vivir de otra manera, aunque no se les juntaban, porque tenían miedo. Podía ser peligroso, ya que ir contra corriente siempre ha sido arriesgado. De hecho, las persecuciones contra los cristianos así lo atestiguan. La fidelidad se prueba en las tribulaciones. Aquí se constata lo de lo ‘políticamente correcto’.
Quizá por esa fidelidad, por esa constancia, muchos se iban acercando a la Iglesia. Seguramente, porque los gestos que hacían los Apóstoles eran los mismos que hacía Jesús: sanar a los enfermos, liberar a los endemoniados, en definitiva, ayudar a las personas a ser felices, siendo libres. Es que el Resucitado dio a sus Discípulos su poder sanador.
El libro del Apocalipsis se escribió al final del siglo primero, en plena persecución de Domiciano, y después de la persecución de Nerón. Frente a la orden de adorar públicamente al emperador, en el centro de las comunidades cristianas debe estar siempre el Resucitado. Porque Él es el único Rey que gobierna a la Iglesia con su Palabra; el Sacerdote que ofrece el único sacrificio agradable a Dios, dando su propia vida; la culminación de todas las profecías.
La pregunta para nuestra comunidad hoy es: ¿a quién colocamos en el centro de nuestras vidas? ¿Al Resucitado y a su Palabra o a otras personas y otras palabras? ¿Adoramos a Cristo o a los ídolos?
Y, sobre la importancia de la comunidad, nos habla el Evangelio. Fuera de ella, Tomás no se puede encontrar con el Resucitado. Reunido con ella, se produce el encuentro y la confesión de fe. Y, frente al miedo a los judíos y las dudas sobre la presencia del Resucitado, la paz que emana del Señor. Esa paz que permite incluso afrontar la muerte con armonía, como hacen los mártires.
Si lo pensamos bien, todos los Apóstoles dudaron, no sólo Tomás. En realidad, san Juan, por medio de Tomás, quiere ayudarnos a dar respuesta a esas dudas que pueden afectar a todos los creyentes, a todos los que no han visto al Señor resucitado, ni siquiera a los Discípulos, porque vivieron numerosos años después de la muerte de éstos. Porque a muchos les costaba creer. Les hubiera gustado tocar las llagas del Resucitado, para comprobar que es Él. Como a muchos cristianos de hoy.
Con el relato de las apariciones, en el día primero de la semana – cuando también nosotros nos reunimos ahora – el evangelista Juan nos da las claves para poder entender lo que significa creer en la resurrección del Maestro. La Resurrección es un hecho sobrenatural, invisible a los ojos, pero accesible a los que tienen fe. Por eso, “dichosos los que crean sin haber visto”. El cuerpo resucitado, glorificado, no está delimitado por el espacio y el tiempo, entra en la dimensión de la eternidad; se hace presente en el tiempo en el que el Espíritu está presente.
La visión de Jesús resucitado responde a su aparición o sus apariciones. Sin aparición no se puede ver. Dios Padre tiene la iniciativa: Él hace que podamos «ver», por eso, «nos muestra a Jesús, fruto bendito de su vientre», a «su Hijo unigénito». Hoy en día, somos cristianos si nos es concedida la gracia de una auténtica aparición pascual. El Señor Resucitado sigue apareciendo. Ver de esa forma es «creer». Es sentirse distinto, renacido, como una criatura nueva.
La verdadera fe no consiste en no ver físicamente, sino en «ver» de otra manera, dejar que la Revelación y Aparición del Señor nos saquen de nuestra ceguera, de nuestros límites estrechos. Por eso, quien así contempla y ve, es «bienaventurado». Tenemos el Evangelio, en el que resuena la voz de Cristo. Esa voz que las ovejas conocen, y por la que se sienten atraídos. Esa voz que nos sigue llamando, y hablando de la misericordia de Dios. Como lo hizo el Papa Francisco.
Esos benditos por creer sin haber visto somos nosotros. Al igual que los Discípulos, estamos invitados a ser portadores de la paz de Cristo, a sanar con nuestras acciones y palabras, y a anunciar con valentía la Buena Nueva de Jesús. Que así lo hagamos, Señor. Y Tú, Madre Santísima, ayúdanos a ser auténticos creyentes y testigos de Jesucristo Resucitado. Amén.