Hay días en los que el clamor por la paz se eleva al cielo acompañado por la oración de cientos de personas. Es el 25 de octubre de 2022 y, en el Coliseo —lugar de memoria de los mártires—, el papa Francisco dirige a Dios una plegaria conjunta junto a representantes de diversas confesiones cristianas: “Que la tierra sea liberada de la guerra y la violencia; que todos vuelvan a vivir bajo la protección del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
La exhortación del Papa Francisco en el Anfiteatro Flavio es un grito y a la vez un susurro al corazón: “No nos resignemos a la guerra, sembremos semillas de reconciliación; y hoy elevemos al cielo el grito de la paz”. En este Año Santo, esa invocación se reviste de esperanza para que callen las armas en Ucrania y en todas las tierras sacudidas por la guerra.
Hoy, como aquel 25 de octubre de 2022, la oración se convierte en un grito, porque la paz —como recordó el Pontífice argentino durante aquel encuentro— “está gravemente violada, herida, pisoteada”.
¡Escúchanos, Señor!
La paz está en el corazón de las religiones, en sus Escrituras y en su mensaje. En el silencio de la oración, esta tarde, hemos escuchado el grito de la paz: una paz sofocada en tantas regiones del mundo, humillada por demasiada violencia, negada incluso a los niños y a los ancianos, que no se libran de la terrible dureza de la guerra. El grito de la paz suele ser silenciado no sólo por la retórica de la guerra, sino también por la indiferencia. Lo silencia el odio que crece mientras se combate.
Pero la invocación de la paz no puede ser reprimida: surge del corazón de las madres, está escrita en los rostros de los refugiados, de las familias que huyen, de los heridos o de los moribundos.




