Virgen del Valle: Homlia de Mons Urbanc en la Misa de homenaje de las Familias

08/12/2025
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Queridos devotos y peregrinos: En este último día de la Novena rinden su homenaje a la Virgen del Valle, las familias. Bienvenidos todos a esta celebración vespertina para honrar a la Madre de Dios, de la Iglesia y las Familias. ¡Que lluevan las bendiciones del cielo sobre nuestros hogares! (Fuente: Prensa Iglesia Catamarca)

El tema de esta jornada es “Jesucristo, la Palabra anunciada por los profetas”, Quien elevó la unión del varón y la mujer a la dignidad de Sacramento, concediendo así a la familia ser ‘iglesia doméstica’. Por eso, les recomiendo que lean y estudien el último documento del dicasterio sobre la Doctrina de la Fe, “Una caro”, sobre el valor del matrimonio como unión exclusiva y pertenencia recíproca”, que ayudará, a matrimonios y familias, a valorar más lo que ya viven. “Una Carne” es una expresión verbal de algo más profundo: una convicción y una decisión de pertenecer el uno al otro, de ser “una sola carne”, de recorrer juntos, hasta el final, el camino de la vida. La expresión bíblica "una sola carne" (una caro) no limita la libertad personal, sino que la lleva a su plenitud. De ahí procede la idea de que dicha unión sólo puede darse entre dos personas, "de lo contrario no se compartiría todo, sino solo una parte". Hay dos formas complementarias de entender esta indisoluble unión: *la del "nosotros", en la que "el otro está conmigo", motivada "por las cosas comunes que nos unen"; y *la del "yo-tú", en la que los dos cónyuges se entregan mutuamente de tal modo que "la otra persona actúa íntegramente como sujeto, nunca como mero objeto". Otro elemento destacado por esta Nota Doctrinal es sobre la caridad conyugal, ya que el matrimonio no puede entenderse bien sin hablar del amor, que para los cristianos siempre está llamado a alcanzar las alturas de la caridad, el amor sobrenatural que «todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Cor 13,7). En efecto, «la gracia propia del sacramento del Matrimonio tiene por objeto perfeccionar el amor de los esposos». Este amor sobrenatural es un don divino, que se pide en la oración y se nutre en la vida sacramental, e invita a los esposos a recordar que Dios es el autor principal de la unidad del matrimonio, y que, sin su ayuda, su unión nunca alcanzará su plenitud. Cuando el rito latino del matrimonio cita las palabras del Señor: «Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre» (cf. Mt 19,6; Mc 10,9), observamos que la unidad conyugal no se constituye únicamente por el consentimiento humano, sino que es obra del Espíritu Santo. Lo mismo cabe decir del crecimiento de la comunión entre los esposos, animada por la gracia y la caridad. Esta comunión se desarrolla como respuesta a una «vocación de Dios y se realiza como respuesta filial a su llamada». Pero el crecimiento de la caridad no se produce sin la cooperación humana: en este caso, la colaboración de los esposos que buscan cada día una comunión cada vez más intensa, rica y generosa. El mensaje de las lecturas de este domingo, ayudan mucho a fundamentar la realidad sagrada y sacramental del matrimonio y la familia. En la primera lectura (Is 11,1-10), la profecía de Isaías anuncia el nacimiento de un vástago del tronco de Jesé, quien fuera el padre de David. Se trata, por tanto, de un descendiente de David quien estará lleno del espíritu del Señor y que sintetiza por sus atributos los grandes personajes del pasado: sabio como Salomón, fuerte como David y lleno de temor de Dios como Moisés. El profeta insiste en que la intervención futura de Dios en la historia se concentra en el nacimiento de un niño, de un descendiente de David. Ahora bien, el descendiente de David es san José, no la Virgen María. Por tanto, Jesús, es descendiente legítimo de David, porque san José y María eran verdadero matrimonio, a pesar de que san José no es le padre biológico de Jesús. Lo que debemos no sólo entender, sino aceptar con docilidad es que Dios dispuso el matrimonio sólo entre un varón y una mujer, y que Jesucristo lo elevó a la dignidad de sacramento, representando la unión estrecha que existe en Él y su Iglesia que somos todos los bautizados. Esta unión es indisoluble y siempre abierta a la vida, para ello se cimenta en la fidelidad y el amor mutuo, siguiendo el ejemplo de Jesús. En la segunda Lectura (Rom 15,4-9), San Pablo nos recuerda que todo lo consignado en la Biblia está dirigido a los cristianos de cada época para su instrucción con el fin de que reciban de ella constancia y consolación y, de este modo, mantengan la esperanza para alcanzar la Felicidad eterna, es decir, la unión definitiva con Dios. También san Pablo pide a Dios que nos conceda tener, a ejemplo de Cristo Jesús, sentimientos de paz y unidad para con todos… Ya que Dios, en Cristo, nos ha recibido a todos, somos invitados a "recibirnos y a aceptarnos unos a otros". La recepción del don de Dios, que es el mismo Cristo, nos debe llevar a la aceptación fraterna de los demás y a glorificar a Dios por su misericordia. Lo cierto es que la mutua aceptación y la mutua acogida, sostenida por la Gracia de Dios, es la ley basal de toda convivencia cristiana. Sólo así es de esperar una vivencia estable de los matrimonios, la familia, la Iglesia y la sociedad. En el texto del Evangelio, san Mateo, siempre atento a las Escrituras, nos presenta a Juan, el Bautista, como aquél en quien se cumple la profecía de Isaías 40,3 acerca de la voz que grita en el desierto para que preparen el camino del Señor. Para ello, se vale de dos estrategias: *una, referida a todos por igual: “Conviértanse porque el Reino de Dios está cerca”, la que, después, también usará Jesús; y otra, más direccionada, con los fariseos, escribas y saduceos, a quienes trata de hacer comprender que, para ser auténticos descendientes de Abraham deben vivir según el Espíritu de la Ley; que no alcanza con la pertenencia étnica a la descendencia del patriarca. Se anticipa así el choque que Jesús tendrá con este mismo grupo y con nosotros, cuando nos conformamos con cierta práctica cómodas de la fe, como ser la mera repetición de acciones piadosas, pero vacías de contenido y, sobre todo, de real compromiso en la transformación personal, familiar, eclesial, cultural, política y social a la luz de los valores del Evangelio. Por tanto, hermanos, ante la certeza de que el Señor viene a nuestro encuentro, lo primero que se nos pide es ‘despertarnos del letargo’, fue el mensaje del domingo pasado; hoy, tenemos que ‘ir a los bifes’, ‘convertirnos’, ‘allanar el camino’, ‘quitar los obstáculos’ para que nada impida su venida a nosotros. Y sabemos que, como insistía el evangelio del domingo pasado, nuestro estilo de vida puede ser un obstáculo. Y también podemos poner resistencia a su venida a nosotros al igual que los fariseos que se resistían a una sincera conversión y por eso Juan Bautista es tan duro con ellos. La conversión que nos pide este tiempo de Adviento consiste en un cambio existencial. Se nos invita a una revisión de nuestras actitudes ante lo presente y ante lo futuro y definitivo. Ya que el juicio de Dios será un hecho para cada uno, se nos invita a ordenar nuestra escala de valores, a distinguir entre lo esencial y lo secundario, entre lo importante y lo urgente, pues, para Jesús, nada valen la raza, títulos, rangos, honores, riquezas o cargos, sólo nos pedirá cuenta de nuestras obras, que hayan sido hechas con amor. En lo práctico, el Señor nos pide arrepentimiento y confesión de los pecados. La gente sencilla lo entiende bien. El pecado no es un problema sin solución, pues existe la posibilidad del arrepentimiento y del perdón de Dios. El verdadero problema es la autosuficiencia e hipocresía de escribas y fariseos, el combate entre el orgullo y la humildad, pues con esta actitud no preparan, sino que cierran el camino al Señor que viene. El Adviento es un tiempo de gracia para sacarnos las máscaras… ¡ojo, que todos las tenemos!... para ponernos en la fila con los humildes y liberarnos de la presunción de creernos mejores que otros, para ir a confesar nuestros pecados, esos escondidos, y acoger el perdón de Dios y para pedir perdón a quien hemos ofendido. Así comienza una nueva vida. El remedio es uno solo: la humildad, que nos ayudará a erradicar ansias de superioridad, el formalismo, la figuración y la hipocresía. Sólo, así, podremos ver en los demás, a pecadores como nosotros; pero, sobre todo, a Cristo como al Salvador, que viene por nosotros y, no sólo por los otros. Con Jesús la posibilidad de volver a comenzar siempre existe. Nunca es demasiado tarde. Siempre estará la posibilidad de volver a comenzar. No tengamos miedo. ¡Ánimo! Él, siempre, está empeñado en nuestra CONVERSIÓN. Por eso, los invito a revisar el uso que hacen de su tiempo: ¿Para qué tienen tiempo? y ¿Para qué nunca tienen tiempo? ¿Tienen siempre tiempo para Dios? ¿Y para el prójimo, en especial, los más necesitados? ¿Y para ustedes mismos? ¿para su vida interior? ¿el cuidado de su salud? y ¿el cultivo de sus vínculos familiares? De hecho, en el juicio final daremos cuenta de lo que hicimos y dejamos de hacer con nuestra vida, con nuestro tiempo. No obstante, esta conversión no se reduce al ámbito individual, sino que debe extenderse al plano comunitario. Esto es lo que remarca San Pablo cuando nos exhorta a aceptar a los demás, como Cristo nos acoge a todos. La apertura solidaria al prójimo, como hermano, es causa y condición para recibir a Cristo que viene a nosotros. Querida Virgen del Valle, Madre de Dios y Madre nuestra, en tu Inmaculado Corazón pongo, lleno de confianza filial, los matrimonios y las familias de nuestra Patria. Tú, que fuiste el corazón de la Sagrada Familia en Nazaret, enséñanos a hacer de nuestros hogares un lugar luminoso, acogedor y sagrado donde siempre reine Jesús. Te suplico que intercedas ante el Bien Dios, para que el amor de los esposos sea genuino, fuerte y fiel… Como en las Bodas de Caná, estate atenta a sus necesidades; y, si en algún momento les falta "el vino" de la alegría, de la paciencia o de la ternura, ruégale a tu Hijo que renueve su amor y lo haga mejor que al principio. Protege a sus hijos, nietos y bisnietos, que los puedan guiar por el camino del bien y de la fe. Dales la sabiduría para educarlos con dulzura y firmeza. Que en sus hogares jamás falte el pan, la comprensión, el diálogo, la unidad, la alegría, la esperanza y el perdón sincero. Madre Misericordiosa, rompe los muros que dividen, desata los nudos que oprimen, sana las heridas del pasado y cúbrelos con tu manto de ternura. Que, a ejemplo de tu hogar con San José y Jesús, vivan en paz, oración y trabajo, amándose los unos a los otros. Amén.



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