Los católicos no adoramos a la Virgen, ni a los ángeles ni a los santos; y mucho menos a las imágenes que los representan. Nosotros adoramos a Dios Uno y Trino y veneramos a los demás seres que están en el cielo.
¡Ojo, católico! Revisemos en nuestro interior: ¿qué pensamos, qué sentimos, qué nos mueve al detenernos ante una imagen (estatua, estampa, crucifijo, etc.), al hincarnos frente a ella, al tomar gracia, al rezar, al “hablarle”?. Tengamos siempre claramente presente lo que ellas representan: a la Virgen María, a los ángeles, a los santos que, desde el cielo, son nuestros modelos e intercesores ante Dios; es Éste quien nos da la gracia, no aquéllos. Que nuestra veneración no exagere nuestras muestras externas hacia esas imágenes sino que, en nuestro interior, nuestro pensamiento, nuestro sentimiento, nuestros ruegos, nuestras promesas vayan dirigidas a los seres reales que esas imágenes representan.
En nuestro recorrido por las imágenes de la iglesia no olvidemos, al pasar frente al Sagrario , que ahí sí está Dios en persona, el Dios real; que la Hostia consagrada es el mismo Jesús en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. Ahí sí detengámonos para adorarlo. Ése es el espacio al que debemos dirigirnos especialmente.