Cada historiador tiene una mirada propia sobre el 25 de mayo.
Para llegar a la libertad había que atravesar una revolución.
En la historia de la humanidad la revolución siempre tuvo un
sello de sangre. Distintos bandos enfrentándose a partir de la idea o un cierto
idealismo que hasta ahora nadie pudo visualizar su resultado positivo. Esas
sangres derramadas en los campos de batallas solo sirvieron para regar el
resentimiento y la sed de venganza. Aunque la razón estuviera, nunca se
entendió el medio utilizado. Para que haya revolución debe haber sangre dicen
algunos pensadores extremos. Una vida que se mate no tiene importancia a los
miles que se pueden salvar. El problema de ciertos pensamientos es que buscan
transformar lo malo que existe en el mundo pero para lograrlo hay que
implementar los mismos medios del opresor. Basta con mirar a América latina y
darse cuenta que las pretendidas revoluciones sólo fueron excusas para instalar
otra forma de poder disfrazada de palabras románticas llenas de idealismo.
Bastante muertos en nombre de proclamas que en su momento eran convincentes ,
pero hoy, simplemente son bastardeos a la humanidad. Son las revoluciones
vaciadas de contenidos.
San Juan Pablo II, para los que pintamos canas ochentosas,
convocaba a los jóvenes a la “Civilización del Amor”. Ya lo dijo el Papa polaco
en una Audiencia General del 15 de diciembre de 1999. “En
la base de esta civilización se encuentra el reconocimiento de la soberanía
universal de Dios Padre como manantial inagotable de amor. Hemos asistido al ocaso de las ideologías que
vaciaron de referencias espirituales a muchos hermanos nuestros, pero los
frutos nefastos de un secularismo que engendra indiferencia religiosa siguen
presentes, sobre todo en las regiones más desarrolladas. En los últimos
decenios, la pérdida del sentido de Dios ha coincidido con el avance de una
cultura nihilista que empobrece el sentido de la existencia humana y, en el
campo ético, relativiza incluso los valores fundamentales de la familia y del
respeto a la vida. Con frecuencia, todo esto no se realiza de modo llamativo,
sino con la sutil metodología de la indiferencia, que lleva a considerar
normales todos los comportamientos, de modo que no surja ningún problema moral”.
Toda
revolución implicó de alguna manera la libertad como valor fundamental.
“La libertad no
consiste en hacer lo que nos gusta, sino en tener derecho a hacer lo que
debemos”, decía San Juan Pablo
II.
Esa libertad es la que debemos buscar. No hay que dejarse
engañar con aquellos que buscan la libertad desde el plano vacío de
espiritualidad que niega la existencia de un otro. Ese “otro” con la dignidad
de persona y no como una herramienta que se usa y se descarta. Si vivimos la
libertad que nos marca el camino ético de nuestra existencia estaremos encendiendo
otra llama revolucionaria: La civilización del amor que trae verdad y justicia.
Sin ellas, la revolución está cimentada en arena.